"Que comiencen las festividades."
El cine de terror, al igual que cualquier otro género, ha mostrado una clara evolución a lo largo de los años. En los años 50, el sci-fi horror alcanzó su auge, centrado en lo desconocido y los experimentos fallidos. Durante los 60, la Hammer se erigió como la reina indiscutida con sus reimaginaciones de los clásicos de Universal. Los 70 marcaron la gran época de los seductores giallo, mientras que en los 80, los slashers con asesinos imparables y los litros de sangre dominaron las pantallas. Los 90 trajeron consigo una fusión con la tecnología emergente y el meta horror, y en los 2000, los jump scares junto al found footage tomaron el protagonismo. Finalmente, en la década de 2010, el cine de terror dio un giro hacia la naturaleza misma del ser humano: ya no se trataba de monstruos debajo de la cama, fantasmas que aparecían en los momentos más inesperados o el gore de las eternas franquicias. Ahora, el terror se encuentra en las relaciones humanas, los oscuros secretos del alma y los mensajes sociales que se ocultan disfrazados detrás de lo paranormal o lo fantástico.
Ahora, este cambio de enfoque requirió mentes innovadoras que transformaron esta nueva visión en el canon del género, y en este sentido, Robert Eggers, Jordan Peele y, la estrella de esta ocasión, Ari Aster, son figuras clave. Aster, en particular, ha logrado llevar el terror a una nueva dimensión, donde lo inquietante no solo radica en lo sobrenatural, sino también en las profundidades de la psique humana y las complejas dinámicas de las relaciones personales o familiares.
Bien. Uno de los estándares que siempre he utilizado para juzgar películas es cuan serio se toman a ellas mismas; por lo mismo, no es lo mismo comparar cintas como City of God o Irreversible con Halloween o Black Christmas, aún cuando las cuatro son piezas cinematográficas magistrales. Ca una apunta a cierto público, con determinados gustos y en géneros que tienen reglas sus propias reglas. ¿Qué pasa entonces con este trabajo de Aster? Que se muestra absolutamente severo desde el primer minuto, lo que me obliga a tomar una postura similar para intentar comprender el mensaje que la cinta me quiera dar. Esto implica que debo prestar atención tanto a los detalles más pequeños como a los más amplios: los personajes, su desarrollo, la trama y cómo se va tejiendo a lo largo de la película, la imagen, el clímax y, finalmente, el final.
El resultado final de este forzado ejercicio no termina por convencerme tanto como esperaba, ya que se queda corto en ciertos aspectos, incluso con su duración de más de dos horas. Los elementos folclóricos de la película son, sin duda, su punto más fuerte, ya que logran crear una atmósfera onírica y alucinógena que mantiene al espectador en un constante estado de ansiedad. Sin embargo, esta atmósfera se pierde cuando se trata de conectar con los personajes, quienes se sienten incompletos más allá de las características de comportamiento que se les asignan al principio (el nerd, el desagradable, el misterioso, etc.). Esto termina por romper la inmersión, ya que nos obliga a cuestionar muchas de las decisiones que toman, lo que hace que la profundidad del argumento termine por eclipsar la caracterización de los personajes.
Si bien aplaudo el guión terrenal, las diversas temáticas que se intentan explorar —soledad, depresión, relaciones tóxicas, dependencia, entre otras—, y las actuaciones, especialmente la excelente interpretación de Florence Pugh, estas terminan quedando subyugadas por el escenario material en el que se desarrolla la historia. Esto hace que la sutileza se pierda entre los montajes, transformándose en un ejercicio puramente estético. En definitiva, se percibe mucha apariencia y poca sustancia.
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